Felipe Pomar, el hombre que surfeó un tsunami

Felipe Pomar

Primer campeón mundial de Surf y primero en surfear un tsunami.

A sus 71 años, y en el 50 aniversario de su título mundial, “El Toro de Punta Rocas” sigue entrando al agua cada mañana al amanecer. Desde el Malole Surf House, su refugio indonesio desde hace 30 años, este peruano afincado en Hawaii cuenta algunas de las miles de historias y anécdotas que ha vivido en una vida dedicada por completo al surf especialmente, al surf de olas grandes.

El 3 de octubre de 1974 la ciudad de Lima padeció uno de los peores terremotos de su historia. Fueron 90 segundos de un movimiento sísmico de magnitud estimada en 7,4 grados en la escala de Richter que causó más de 200 muertes, más de 3.500 heridos y destruyó más de 4.000 viviendas. Esa misma mañana, a unos pocos kilómetros de la capital peruana, dos intrépidos surfers cometieron la equivocación de tomar sus tablas y lanzarse al mar en busca de la ola más grande del mundo. A más de 45 años de aquella aventura que casi les cuesta la vida, uno de los sobrevivientes relata cómo vivió la aterradora experiencia.

“De repente el mar se retiró”

“La más memorable fue la que nos sucedió a Pitty Block y a mí cuando entramos a surfear en Punta Hermosa minutos después del terremoto . El terremoto duró como 2 minutos y nosotros entramos a la Isla en Punta hermosa con la idea de correr lo que venga. No contamos con la posibilidad de que el mar se retiraría y nos arrastraría mar adentro, como en realidad sucedió”. ”Después de pasar momentos realmente aterradores en medio de un mar caótico e impredecible, logramos cruzar la bahía y agarrar cada uno una ola de esas que llaman “tsunami”, del tamaño de una casa de 2 pisos”.

 

“Cuando estábamos mirando hacia el mar, antes de entrar, mi amigo empezó a gritar y señalar hacia una isla que quedaba a la mano derecha de donde estábamos y yo miré hacia donde él estaba señalando y vi varias personas encima de la isla que estaban haciendo unos movimientos muy raros. Algo raro estaba sucediendo. Y de sorpresa empezó un ruido fuertísimo, era como tener un tren que pasaba a tres o a dos metros, o tener un avión atrás tuyo y después comenzó a temblar la tierra”.

Finalmente, el ruido y la locura se detuvieron. Sin pensarlo dos veces, ambos cruzaron la playa y saltaron al agua.

“Cuando estábamos en el lugar indicado, mi amigo agarró una ola y regresó pronto y me dijo: ‘Quiero salir a tierra’, le pregunté por qué, si acabábamos de entrar, y me dijo: ‘Sí, pero esa olita que acabo de agarrar me ha remontado y me ha mantenido debajo del agua muchísimo más que ninguna otra ola, es muy raro, y quiero irme a la playa’”.

“Intenté remar lo más rápido que podía. Cuando miré otra vez, me di cuenta de que a pesar de estar remando a lo máximo, estábamos yendo mar adentro. Entonces decidí dejar de remar, me senté en la tabla y empecé a hacer respiración profunda para relajarme, porque no sabía qué iba a pasar, pero sabía que ya no teníamos control. Lo que iba a pasar, iba a a pasar, porque nosotros no podíamos hacer nada al respecto”.

La fuerza de la corriente los llevó dos kilómetros hacia adentro, lugar en el que se encontraron con un panorama peligroso: “No solo había remolinos, sino, además, chupinas (olas pequeñas que suelen ser menores de un metro) que eran diez veces más grande de lo normal y no tenían ninguna similitud, sino que todas eran distintas, y en lugar de avanzar de una manera ordenada (como suelen hacerlo) lo hacían de manera completamente opuesta. Entonces era como estar en un mar alocado que estaba haciendo cosas nunca vistas”.

Sin saber lo que podría sucederles y a la merced del océano, se les ocurrió incluso remar hacia adentro para atrapar un barco

Sin muchas opciones, Felipe convenció a Pitty de cruzar la bahía. Así, nadando de manera paralela a la playa, lograron alejarse de aquel panorama: “Yo miraba al horizonte con la idea de que no se apareciera la ola de 100 metros y, tras uno o dos kilómetros, pudimos cruzar la bahía para acercarnos al sitio en donde usualmente revientan olas”.

Si bien la violencia del agua era más fuerte que lo normal y las olas más altas que de costumbre, al llegar allí tenían al menos la oportunidad de atrapar alguna y nadar luego rumbo a tierra firme: “Lo único que queríamos era llegar a la playa vivos”.

“Le dije a mi amigo: ‘Vamos a agarrar lo primero que podamos e irnos a la playa lo más rápido posible’. Yo estaba un poquito adelante de él y en eso me vino una ola, que era grande, pero yo estaba pensando que vendría una ola de 100 metros, por lo tanto no calculé el tamaño de la ola, pero no era lo que me temía. Agarré la ola y, como es de costumbre cuando la agarras, te paras y quiebras. Hice todo eso y ahí pensé: ‘Qué haces, no debes de estar corriendo la ola, lo que debes hacer es echarte e irte de frente a la playa’. Pero inmediatamente tuve otro pensamiento que fue: ‘Quizás no vayas a llegar a la playa, quizás sea la última de tu vida, así que mejor córrela y diviértete’”.

Con el espíritu amateur en las venas, Felipe logró domar el océano y se acercó lo suficiente a la costa como para luego nadar hacia ella y pudo por fin pararse en la arena, no sin antes divisar una escena de película: “De reojo vi un bote pesquero que volaba por el aire y después chocó contra una montaña de roca y en un instante el barco de pesca se convirtió en pedacitos de madera”.

Detrás suyo llegó su amigo, con quien se abrazó, saltó, gritó y hasta bailó de felicidad, hasta que ambos huyeron del lugar para buscar refugio. Esa tarde fueron rumbo a otro pueblo pesquero que estaba a unos pocos kilómetros y se encontraron con lo que había sucedido: “Cuando llegamos nos dimos cuenta de que no había un solo barco en el agua, todos estaban o encima de las casas o recostados contra ellas”. Sin darse cuenta, habían sobrevivido a un tsunami.

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